El amor que la reina de Cartago siente hacia el errante Eneas es descrito por Virgilio al comienzo del libro IV de la Eneida con una majestuosidad única en la literatura latina. Este amor no tiene su origen en la mera voluntad humana al ser Venus quien ordena a Cupido infundirlo en Dido; no obstante, somos testigos de la profundidad de la pasión de la mujer. Esta es, acaso, una de las porciones más bellas del poema entero:
Pero la reina herida hacía tiempo de amorosa congoja
la nutre con la sangre de sus venas y se va consumiendo
en su invisible fuego. Da vueltas y más en su mente
a las prendas de Eneas y a su gloriosa alcurnia.
Lleva en su alma clavados su rostro y sus palabras. Su mal
no les deja a sus miembros ni un punto de paz ni de sosiego.
Ya la aurora siguiente iba alumbrando la tierra con la antorcha
[de Febo
y ya había ahuyentado la húmeda sombra por el haz del cielo
cuando fuera de sí se dirige a su hermana, alma de su alma:
«Ay, Ana, hermana mía, qué sueños tan horribles me tienen
[angustiada!»
¿Quién es ese huésped que acaba de entrar en nuestra casa?
¡Qué gallardo su aspecto! ¡Qué valiente y qué diestro en las
[armas!
Lo creo, sí, no lo aseguro en vano, es de raza de dioses.
El apocado revela un alma ruin. ¡Ay! ¡Qué hados lo han vejado!
¡Qué guerras ha contado, afrontadas por él hasta el último
[trance!
Si no tuviera la firme decisión inquebrantable de no irme a otro
[alguno
después del desengaño que sufrí con la muerte de mi primer
[amor,
si no sintiese hastío del tálamo y las teas nupciales, a esta sola
[flaqueza
a esta sola pudiera, sí, quién sabe, haber cedido.
Ana, te lo confieso, al cabo de la muerte de Siqueo,
mi esposo infortunado, una vez que arrasó mi hogar mi criminal
[hermano,
sólo éste ha doblegado mi energía y le ha forzado a vacilar a mi
[ánimo.
Vuelvo a sentir en mí el resquemor de la primera llama. Pero
[desearía
que para mí se abriera la sima de la tierra o el Padre omnipotente
me arrojara a las sombras con su rayo,
a las pálidas sombras del Érebo y la noche profunda
primero que violarte, honestidad, o quebrantar tus leyes.
El que primero me tuvo unida a sí, se me llevó mi amor,
que él lo retenga y lo guarde consigo en el sepulcro».
Ana le respondió: «Hermana mía,
a quien quiere tu hermana más que a la misma luz,
¿vas a dejar que, entristecida, sola, se vaya consumiendo toda tu
[juventud
sin gozar la dulzura de los hijos ni los dones de Venus?
¿Crees que esto preocupa al polvo y a las sombras de los
[muertos?
Te concedo que ningún pretendiente de Libia ni de Tiro hciera
[fuerza
hasta ahora a tu alma dolorida. Has despreciado a Jarbas y a
[otros jefes
de esta tierra africana tan fértil en trofeos de victorias.
Pero ¿vas a luchar también con un amor que es de tu agrado?
¿No repara tu mente en qué tierras has venido a asentarte?
Por un lado ciudades getulas, una raza invencible en la guerra,
y los númidas sin freno y las Sirtes inhóspitas;
por otro una región desierta, desolada por la sed,
y los barceos que dilatan su furia a lo ancho y lo largo.
¿Qué diré de las guerras que están surgiendo en Tiro y de las
[amenazas de tu hermano?
Pienso, créemelo, que bajo los auspicios de los dioses y del fervor
[de Juno
han arribado las naves de Ilión. ¿Qué ciudad vas a ver, hermana,
[alzarse aquí?,
¿qué reino va a surgir por obra de este enlace?
Con la ayuda de las armas troyanas
¿a qué logros tan altos no va a alzarse la gloria de Cartago?
Tú pide sólo el favor de los dioses y después de ofrecer los debidos
[sacrificios
pon tu afán en mostrarte acogedora y planea pretextos por
[retenerlo aquí
mientras ruge en el mar el invierno enfurecido y las lluvias de
[Orión,
y están las naves astilladas y el cielo les está cerrando el paso».
Inflaman sus palabras el pecho enardecido ya de amor y aviva
[la esperanza
de su mente indecisa y libra a su pudor de escrúpulos.
Primero se encaminan a los templos y piden paz en cada altar.
Sacrifican según rito ovejas escogidas a Ceres, la que dicta las
[leyes,
a Febo, al padre Lieo, y primero que a los demás a Juno,
que vela por los lazos conyugales. Más hermosa que nunca,
con la copa en la mano va vertiendo Dido
su libación entre los cuernos de una blanca vaca
o gira ante los próvidos altares lentamente en presencia de los
[dioses
y renueva a diario sus ofrendas,
y anhelante a la vista del pecho abierto de las víctimas
escruta las entrañas humeantes. ¡Ah, mentes obcecadas de
[agoreros!
A quien le ciega la furia del amor ¿de qué le sirven los votos?,
[¿de qué santuarios?
Entre tanto la llama se va cebando hasta en su blanca médula.
En silencio late viva la herida en lo hondo de su pecho. En su
[fuego se abrasa
la infortunada Dido. Vaga fuera de sí por toda la ciudad
igual que corza herida por la flecha que un pastor le clavó
de lejos a la incauta en los bosques de Creta,
mientras la perseguía con sus tiros,
y el hierro volador le dejó hincado sin saberlo él siquiera.
Ella atraviesa huyendo los bosques y los sotos dicteos
clavada en el costado la saeta mortal. Dido unas veces lleva
[consigo a Eneas
por el centro de la ciudad. Le muestra la riqueza sidonia y la urbe
[ya dispuesta.
Empieza a hablarle y se le cortan las palabras. Ya al caer de la
[tarde
le invita a otro banquete como aquél y pide una vez más en su
[delirio
oír los infortunios de Ilión. Y mientras habla, está pendiente
de nuevo, embebecida, de su boca. Después al separarse, cuando
[va reduciendo
en su giro la luna su luz palidecida y ya invitan al sueño las
[estrellas
que van cayendo, sola en la mansión vacía se entristece y de
[pechos
se echa sobre el diván que él ha dejado.
Ausente de él está escuchando y está viendo al ausente.
O retiene en su regazo a Ascanio prendada su alma del parecido
[con su padre
por si logra engañar así un amor imposible de expresar con
[palabras.
Eneida IV 1-85
Eneida IV 1-85
Traducción de Javier de Echave-Sustaeta
Biblioteca Clásica Gredos
2a. reimpresión
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