sábado, 3 de octubre de 2009

La muerte de Dido


Contexto:

Este pasaje que se encuentra al final del libro IV de la Eneida nos muestra los momentos finales de la reina. Después de que Eneas llegara con sus dárdanos a Cartago y de que hubiera vivido un romance y consumado su unión con Dido, quien antes de la llegada del héroe había sido fiel a la memoria de su difunto esposo jurando no volver a amar a otro hombre, éste decide partir para continuar con su meta original: fundar una nueva Troya. Dido se destroza al saber de la partida sin que Eneas le hubiera dicho nada. Sus últimas palabras están cargadas del despecho que sufre una mujer por el abandono de su amante, un despecho narrado como ningún otro entre las letras latinas.
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Al punto el mismo ardor cunde entre todos.
Lánzanse arrebatados. Dejan atrás la orilla.
Desaparece el mar bajo las velas. Afanosos baten
rizando espumas las olas verdiazules.
Ya irrumpía la Aurora abandonado el lecho azafranado de Titono
y empezaba a esparcir sus nuevos rayos por el haz de la tierra.
Al punto en que la reina ve alborear de su atalaya el día
y alejarse la flota, las velas a la par firmes al viento
y contempla desierta la ribera y el puerto sin remeros,
hiere su hermoso pecho tres veces, cuatro veces,
y mesándose su rubia cabellera: «¡Oh Júpiter! ¿Se irá este advenedizo
haciendo escarnio de mi reino? ―prorrumpe. ¿Y no corren los míos a las armas?
y no salen de toda la ciudad a perseguirle
y no arrebatan las naves de los diques? ¡Ea, presto, las teas! Traed dardos,
volcaos en los remos. ¿Qué digo? ¿Dónde estoy?
¿Qué locura me trastorna la mente?
¡Desventurada Dido! ¡Ahora te hiere el alma su malvado proceder!
Entonces debió ser, cuando ponías en su mano el cetro.
Ve cómo cumple la palabra dada
el que lleva consigo los dioses hogareños de su patria, según dicen,
el que cargó a sus hombros a su padre acabado por los años.
¿Y no pude apresarlo y desgarrar sus miembros
y esparcirlos por las olas? ¿Y no logré acabar a hierro con su gente,
matar al mismo Ascanio y ofrecerlo a su padre por manjar?
¿Que era dudoso el resultado de esa lucha?
Aunque lo fuera. ¿A qué temer cuando se va a morir?
Hubiera yo prendido fuego a su campamento y quemado las quillas de las naves
y exterminado a hijo y padre y a todo su linaje
y yo misma sobre ellos me hubiera dado muerte.
¡Sol que iluminas con tu lumbre cuanto se hace en la tierra,
tú, Juno, medianera y testigo de mis penas,
Hécate a quien invocan a alaridos de noche por las encrucijadas
de las ciudades, Furias vengadoras, vosotros divinos valedores de la muerte de Elisa,
atendedme, volved vuestro poder divino hacia mis males,
lo merezco, y escuchar mis plegarias!
Si es forzoso que ese hombre de nefanda maldad arribe a puerto
y que consiga a nado ganar tierra, si así lo impone la voluntad de Júpiter
y es designio inmutable, que a lo menos acosado en la guerra por las armas
de un pueblo arrollador, fuera de sus fronteras,
arrancado a los brazos de su Julo,
implore ayuda y vea la muerte infortunada de los suyos,
y después de someterse a paz injusta no consiga gozar de su reinado
ni de la dulce luz y caiga antes de tiempo
y yazga su cadáver insepulto en la arena. Esto es lo que os pido,
la última ansia que escapa de mi pecho con mi sangre.
Y vosotros, mis tirios, perseguid sañudos a su estirpe,
y a toda su raza venidera, rendid este presente a mis cenizas:
que no exista amistad ni alianza entre ambos pueblos. ¡Álzate de mis huesos,
tú vengador, quien fueres, y arrolla a fuego y hierro a los colonos dárdanos,
ahora, en adelante, en cualquier tiempo que se os dé pujanza!
¡En guerra yo os conjuro, costa contra costa, olas contra olas,
armas contra armas, que haya guerra entre ellos
y que luchen los hijos de sus hijos!*»
Dice. Y revuelve su alma a todas partes ansiosa de cortar
cuanto antes a cercén la vida que aborrece.
Luego habla unas palabras con Barce, la nodriza de Siqueo,
pues la oscura ceniza de la suya la retenía su primera patria:
«Ve, querida nodriza, tráeme aquí a mi hermana Ana,
dile que corra a rociarse el cuerpo con el agua lustral
y que traiga las víctimas y ofrendas
de expiación prescritas. Que venga preparada como le digo. Tú cúbrete la frente
con la ínfula sagrada. Pienso acabar los ritos a Júpiter Estigio
que tengo, como cumple, preparados y que ya he comenzado, y poner término
a mis penas entregando a las llamas la pira de ese dárdano».
Así habla. La nodriza, con premura de anciana, aviva el paso.
En tanto, Dido temblando, arrebatada por su horrendo designio,
revirando los ojos inyectados en sangre, jaspeadas las trémulas mejillas,
pálida por la muerte ya inminente, irrumpe por la puerta en el patio del palacio
y sube enloquecida a lo alto de la pira y desenvaina la espada del troyano,
prenda que no pidió con ese fin. Después que contempló
los vestidos traídos de Ilión y el conocido lecho, llorando se detuvo
un momento en sus recuerdos. Luego se echó de pechos sobre el tálamo
profiriendo estas últimas palabras: «¡Dulces prendas un tiempo,
mientras el hado y Dios lo permitieron**,
tomad mi alma y libradme de esta angustia!
He vivido mi vida, he dado cima al curso que me había fijado la fortuna.
Ahora caminará mi sombra, plena ya, bajo la tierra.
He fundado una noble ciudad, he visto mis murallas,
he vengado a mi esposo y le he cobrado el castigo a mi hermano, mi enemigo.
¡Feliz, ay, demasiado feliz si no hubieran jamás
naves troyanas arribado a mis playas!»
Dice así. Y hundiendo rostro y labios en su lecho:
«Moriré sin venganza, pero muero.
Así, aún me agrada descender a las sombras. ¡Que los ojos del dárdano cruel
desde alta mar se embeban de estas llamas y se lleve en el alma
el presagio de mi muerte!» Fueron sus últimas palabras. Hablaba todavía
cuando la ven volcarse sobre el hierro sus doncellas y ven la espada
espumando sangre que se le esparce por las manos.
El griterío asciende a la alta bóveda. La Fama va danzando delirante
por la ciudad atónita. Lamentos y gemidos y alaridos de mujeres
estremecen las casas. Va resonando el aire cimero de plañidos imponentes,
igual que si Cartago entera o si la antigua Tiro se vieran invadidas de enemigos
y avanzara rodando la furia de las llamas por lo alto de las casas de los hombres
y los templos de los dioses. Lo escucha su hermana sin aliento.
Despavorida se abalanza corriendo a través de la turba
hiriéndose la cara con las uñas y el pecho con los puños
y gritando llama a la moribundo por su nombre:
«¡Esto te proponías, hermana! ¡Pretendías engañarme! ¡Esto me reservaban
este fuego, esta pira, estos altares! ¿Por dónde empiezo a lamentarme
de tu abandono? ¿Has desdeñado que tu hermana te hiciese compañía al morir?
Si me hubieras llamado a compartir tu suerte,
la misma espada, una misma hora
nos hubiera a los dos arrebatado. Pensar que he alzado yo con estas manos
la pira y que he invocado a nuestros dioses paternos con mi voz
para que cuando tú te vieras en la pura, ¡cruel de mí!, estuviera yo lejos.
Te has destruido a ti y a mí contigo, hermana,
y a tu pueblo y al senado de Sidón
y a la misma ciudad. Dejad lave con agua las heridas
y si vaga algún soplo de vida por sus labios todavía,
dejadme recogerlo en los míos».
Dijo. Había escalado las gradas de la pira y abrazando a su hermana agonizante
la abrigaba en su seno entre sollozos y trataba con su ropa
de restañar los brotes de oscura sangre.
Dido intenta alzar los párpados pesados.
De nuevo desfallece. La honda herida de la espada clavada borbollea en su pecho.
Tres veces apoyándose en el codo intenta incorporarse, otras tres
cae hacia atrás rodando sobre el lecho. Sus ojos extraviados
buscan la luz del día por la bóveda del cielo.
Al hallarla prorrumpe en un gemido.
Entonces apiadada la omnipotente Juno de su largo dolor y penosa agonía
Manda a Iris*** que descienda del Olimpo a que libere su alma,
que lucha por soltarse de los lazos del cuerpo.
Pues como no finaba por designio del hado ni por muerte merecida,
pero la infortunada moría antes de tiempo arrebatada de súbita locura,
no había Prosérpina todavía cortado el rubio bucle de su frente****,
ni lo había ofrendado al Orco estigio*****. Al punto Iris, brillantes de rocío
las alas de azafrán, cobrando al sol frontero su espejeo de mil variados visos,
desciende por el cielo volandera y sobre su cabeza amaina el vuelo.
«Tomo, como me mandan, esta ofrenda consagrada a Plutón.
Te desligo de tu cuerpo». Dice y le corta el bucle con su mano.
Al instante se disipa todo el calor del cuerpo y su vida se pierde entre las auras.
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_______*Presagia Dido las guerras que habían de emprender los troyanos al llegar aItalia. Y sobretodo la amenaza de las Guerras Púnicas y de su feroz vengador, Aníbal.
_______**Sabido es que esta postrera añoranza de la reina halla su resonancia en la de Garcilaso por su Isabel de Freire. Ved cómo la recoge el más dulce y suave de sus sonetos:
_________________Oh dulces prendas, por mí mal halladas,
_________________Dulces y alegres, cuando Dios quería!
_________________Juntas estáis en la memoria mía,
_________________Y con ella en mi muerte conjuradas.

(Soneto X, según ed. A. GALLEGO MORELL, Garcilaso de la Vega y sus comentaristas, Madrid, Gredos, 1972).
_______***Mensajera de los dioses, hija de Juno.
_______****Antes de sacrificarlas solía cortarse de la frente de las víctimas un mechón de pelo que se ofrecía como primicia a Prosérpina, divinidad de los Infiernos, rito que se aplicó a los seres humanos antes de morir. Pero como la muerte de Dido era antes de tiempo, Prosérpina, encargada del menester, tardaba en cumplirlo. De ahí que Juno mande a Iris a que lo haga.
_______***** El Orco era una divinidad de los Infiernos y de la muerte. La Estigia era uno de los ríos de la región de la muerte. Aquí el Orco estigio se identifica con Plutón, dios de los Infiernos.



Virgilio, Eneida IV 581-705
Traducción y notas de Javier de Echave-Sustaeta
Gredos. Primera edición, segunda reimpresión

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