I love the sound of the bone against the plate
and the fortress-like look of it
lying before me in a moat of risotto,
the meat soft as the leg of an angel
who has lived a purely airborne existence.
And best of all, the secret marrow,
the invaded privacy of the animal
prized out with a knife and swallowed down
with cold, exhilarating wine.
I am swaying now in the hour after dinner,
a citizen tilted back on his chair,
a creature with a full stomach —
something you don’t hear much about in poetry,
that sanctuary of hunger and deprivation.
You know: the driving rain, the boots by the door,
small birds searching for berries in winter.
But tonight, the lion of contentment
has placed a warm, heavy paw on my chest,
and I can only close my eyes and listen
to the drums of woe throbbing in the distance
and the sound of my wife’s laughter
on the telephone in the next room,
the woman who cooked the savory Ossobuco,
who pointed to show the butcher the ones she wanted.
She who talks to her faraway friend
while I linger here at the table
with a hot, companionable cup of tea,
feeling like one of the friendly natives,
a reliable guide, maybe even the chief’s favorite son.
Somewhere, a man is crawling up a rock hillside
on bleeding knees and palms, an Irish penitent
carrying the stone of the world in his stomach;
and elsewhere people of all nations stare
at one another across a long, empty table.
But here, the candles give off their warm glow,
the same light that Shakespeare and Izaak Walton wrote by,
the light that lit and shadowed the faces of history.
Only now it plays on the blue plates,
the crumpled napkins, the crossed knife and fork.
In a while, one of us will go up to bed
and the other one will follow.
Then we will slip below the surface of the night
into miles of water, drifting down and down
to the dark, soundless bottom
until the weight of dreams pulls us lower still,
below the shale and layered rock,
beneath the strata of hunger and pleasure,
into the broken bones of the earth itself,
into the marrow of the only place we know.
The art of drowning (1995)
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Me encanta el sonido del hueso contra el plato
y el aspecto de fortín que tiene,
dispuesto ante mí en un foso de risotto,
la carne suave como la pierna de un ángel
que ha vivido una existencia puramente aérea.
Y lo mejor de todo, el tuétano secreto,
la privacidad invadida del animal
capturada con un cuchillo y tragada
con un vino frío y excitante.
Me estoy balanceando en la hora después de la cena,
un ciudadano recostado en su silla,
una criatura con el estómago lleno―
algo que no se oye mucho en poesía,
ese santuario de hambre y carencias.
Ya sabes: la lluvia mientras conduces, las botas en la puerta,
pequeños pájaros buscando bayas en invierno.
Pero esta noche, el león de la felicidad
ha posado su zarpa pesada y caliente en mi pecho,
y sólo puedo cerrar mis ojos y escuchar
los tambores de desgracias tronando en la distancia
y el sonido de la risa de mi mujer
al teléfono en la habitación de al lado,
la mujer que cocinó el sabroso ossobuco,
quién señaló al carnicero aquello que quería.
Ella que habla a su amiga lejana
mientras dejo pasar el tiempo aquí en la mesa
con una taza de un té amigo y caliente,
sintiéndome como uno de esos nativos amables,
un guía de confianza, quizás incluso el hijo favorito del jefe.
En algún sitio, un hombre está reptando por una colina rocosa
con las rodillas y palmas sangrientas, un penitente irlandés
que lleva la piedra del mundo en su estómago;
y en otro sitio personas de todas las naciones se observan
unos a otros a través de una mesa larga y vacía.
Pero aquí, las velas ofrecen su cálido brillo,
la misma luz con la que escribieron Shakespeare e Isaac Walton,
la luz que iluminó y oscureció las caras de la historia.
Sólo que ahora juega sobre los platos azules,
las servilletas arrugadas, el cuchillo y el tenedor cruzados.
En un momento, uno de nosotros se irá a la cama
y el otro seguirá.
Entonces nos deslizaremos bajo la superficie de la noche
bajo kilómetros de agua, dejándonos arrastrar abajo y abajo
hacia el oscuro y silencioso fondo
hasta que el peso de los sueños nos empuje más abajo todavía,
bajo las rocas frágiles y sedimentadas,
por debajo del estrato de hambre y placer,
hasta los rotos huesos de la propia tierra,
hasta el tuétano del único lugar que conocemos.
Traducción de Julio Mas Alcaraz