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jueves, 10 de septiembre de 2009

Visita a Gandhi (un fragmento del diario de Gog); Giovanni Papini


Ahmedabad, 3 [de] marzo

No quería abandonar la India sin haber visto al más célebre hindú viviente, y fui, hace dos días, al Satyagraha, Ashram, domicilio de Gandhi.

El Mahatma me ha recibido en una estancia casi desnuda, en donde él, sentado en el suelo, se hallaba meditando junto a un argadillo inmóvil. Me ha parecido más feo y más descarnado de lo que aparece en las fotografías.

-Usted quiere saber -me ha dicho entre otras cosas- por qué deseamos expulsar a los ingleses de la India. La razón es sencilla: son los mismos ingleses los que han hecho nacer en mí esta idea castizamente europea. Mi pensamiento se formó durante mi larga estancia en Londres. Me di cuenta de que ningún pueblo europeo soportaría el ser administrado y mandado por hombres de otro pueblo. Entre los ingleses, sobre todo, este sentido de la dignidad y de la autonomía nacional está desarrolladísimo. No quiero ingleses en mi casa precisamente porque me parezco demasiado a los ingleses. Los antiguos hindúes se preocupaban muy poco de las cuestiones de la tierra y mucho menos de la política. Sumergidos en la contemplación del Atman, del Brahman, del Absoluto, deseaban solamente fundirse en el Alma única del universo. Para ellos, la vida ordinaria, exterior, era un tejido de ilusiones, y lo importante era libertarse de ella lo más pronto posible, primeramente con el éxtasis y luego con la muerte. La cultura inglesa, de sentido occidental -importada por efecto de la conquista-, ha cambiado nuestro concepto de la vida. Digo nuestro para decir el de los intelectuales, pues la masa ha permanecido durante siglos refractaria al mensaje europeo de la libertad política. El primero en sentirse impregnado de las ideas occidentales he sido yo, y me he convertido en el guía de los hindúes precisamente porque soy el menos hindú de todos mis hermanos.

»Si lee usted mis libros y sigue mi propaganda, verá claramente que las cuatro quintas partes de mi cultura y de mi educación espiritual y política son de origen europeo. Tolstoi y Ruskin son mis verdaderos maestros. El cristianismo ha inspirado, más que el Budismo, mi teoría de la no resistencia. He traducido a Platón, admiro a Mazzini, he meditado sobre Bacon, sobre Carlyle, sobre Boehme, me he servido de Emerson y de Charpentier. Mis ideas sobre la necesidad de la desobediencia, proceden de Thoreau, el sabio solitario de Concord; y mi campaña contra las máquinas es una repetición de aquella que los luditas, es decir, los secuaces de Ned Lud, realizaron en Inglaterra de 1811 a 1818. Finalmente, la poesía del argadillo se me reveló leyendo, en el Fausto de Goethe, el episodio de Margarita. Como ve, mis teorías no deben nada a la India, vienen todas de Europa y especialmente de los escritores de lengua inglesa. Figúrese que únicamente en Londres, en 1890 estudié la Bhaga[v]ad Gita, por indicación de Mrs. Besant, ¡una inglesa! Y al propugnar hoy la unión entre hindúes, mahometanos, parsis y cristianos no hago más que seguir el principio de la unidad religiosa proclamada por la Teosofía, creación castizamente europea. Huelga añadir que mi condenación de las castas deriva de los principios de igualdad de la Revolución francesa.

»La historia de Europa en el siglo XIX tuvo sobre mí una influencia decisiva. Las luchas de los griegos, de los italianos, de los polacos, de los húngaros, de los eslavos del Sur para sustraerse al dominio extranjero me han abierto los ojos. Mazzini ha sido mi profeta. La teoría del Home Rule de Irlanda es el modelo del movimiento que yo he llamado aquí Hind Swarai. He introducido en la India, por lo tanto, un principio absolutamente extraño a la mente hindú. Los hindúes, hombres metafísicos y cuerdos, han considerado siempre la política como una actividad inferior: si es necesario un poder y si hay gente que lo quiera ejercitar -pensaban- dejémosles hacer; será una molestia menos para nosotros. El hindú vive en el reino del espíritu puro, aspira a la eternidad. ¿Qué importa que le gobiernen rajás indígenas o emperadores extranjeros? Por esto soportamos durante siglos el dominio mongol y el mahometano. Luego vinieron los franceses, los holandeses, los portugueses, los ingleses; establecieron factorías en la costa, avanzaron hacia el interior, y les dejamos hacer. Son los europeos, y únicamente los europeos, los responsables de nuestro deseo presente de arrojar a los europeos. Sus ideas nos han cambiado, es decir, "desindianizado", y entonces, convertidos en discípulos de nuestros amos, ha nacido el deseo de no querer ya más amos. El que está más saturado de pensamiento inglés soy yo, y por esto estaba destinado a ser el jefe de la cruzada antiinglesa. No se trata aquí, como presumen los periodistas europeos, de una lucha entre el Occidente y el Oriente. Al contrario: el europeísmo ha impregnado de tal modo la India que nos hemos visto obligados a levantarnos contra Europa. Si la India hubiera permanecido puramente hindú, es decir, fiel a Oriente, toda contemplativa y fatalista, nadie de los nuestros habría pensado en sacudir el yugo inglés. En el momento en que fui traidor al espíritu antiguo de mi patria aparecí como el libertador de la India. Las ideas europeas a través de mi proselitismo -preparado de un modo excelente por la cultura inglesa difundida en nuestras escuelas- ha penetrado en las multitudes, y ya no hay remedio. Un hindú auténtico puede tolerar ser esclavo; un hindú anglicanizado quiere ser dueño de la India, como de Inglaterra los ingleses. Los más anglófilos -como lo era yo hasta fines de 1920- son necesariamente antibritánicos.

»Éste es el verdadero secreto de lo que se llama "movimiento gandhista", pero que debería llamarse propiamente "movimiento de los hindúes convertidos al europeísmo contra los europeos renegados", es decir, contra esos ingleses que morirían de vergüenza si fuesen a mandar a su país los franceses o los alemanes, y que luego pretenden gobernar, con la excusa de la filantropía, un país que no les pertenece. ¡Nos habéis cambiado el alma y ya no queremos saber nada de vosotros! ¿Recuerda el Aprendiz de Mago, de Goethe? Los ingleses han despertado en nosotros el dominio de la política que dormía en el fondo de nuestro espíritu de ascetas desinteresados, y ahora ya no saben cómo poderlo hacer desaparecer. ¡Peor para ellos!

Hacía ya algunos minutos que había entrado un discípulo en la habitación y silenciosamente había hecho una seña al Mahatma. Apenas hubo terminado de hablar, me puse en pie para dejarle en libertad y, después de haberle dado las gracias por sus inesperadas informaciones, regresé en automóvil a Ahmedabad.

domingo, 30 de agosto de 2009

Narración de la isla (un fragmento del diario de Gog); Giovanni Papini

New Parthenon, 6 [de] noviembre

[…]


-La singularidad de esta isla -me contaba Pat Cairness- no se halla en su aspecto, que es muy parecido al de las demás islas del Pacífico, ni en sus habitantes, que han conservado las costumbres y tradiciones de su raza. Está en esto: los jefes han reconocido hace mucho tiempo que la isla no puede alimentar más que a un número fijo de habitantes. Este número es precisamente de setecientos setenta. Gran parte del suelo, montuoso, es estéril, y en el mar no hay mucha pesca. De fuera no puede llegar nada porque nadie, después de ellos, ha desembarcado en la isla, y los sucesores de los primeros inmigrantes han olvidado el arte de construir grandes embarcaciones. Por esta razón la asamblea de jefes promulgó en tiempo inmemorial una extrañísima ley: la de que a cada nuevo nacimiento debe seguir una muerte, de manera que el número de los habitantes no rebase nunca el de setecientos setenta. Es una ley, según creo, única en el mundo y que hace observar con toda severidad el Consejo de los ancianos, compuesto de brujos y guerreros. Como en todos los países del mundo, los nacimientos superan a las muertes naturales, por lo que todos los años diez o veinte de esos infelices segregados del mundo deben ser muertos en la tribu. El espanto del hambre ha hecho inventar a los oligarcas papúes un sistema estadístico muy burdo, pero preciso. Una vez al año, en primavera, se reúne la asamblea y se lee la lista de los nacidos y de los muertos. Si son, por ejemplo, veinte los nacidos y ocho los muertos, es necesario que doce vivientes sean sacrificados para la salvación de la comunidad. Durante un cierto tiempo, según me dijeron, tocaba a los ancianos el morir; pero como el Consejo de los Jefes está formado en su mayoría de ancianos, éstos se las arreglaron de manera, recurriendo a no sé qué astucias, que se confiase a la suerte la cuestión de diezmar la tribu. Cada habitante posee una tablilla donde se halla inscrito, por medio de un dibujo o de un jeroglífico, su nombre. Llegado el día terrible, esas tarjetas de los vivos son reunidas en el casco de una barca enterrada ante la tienda del Consejo y revueltas cuidadosamente con un remo por el hechicero más viejo. Luego se suelta un perro, adiestrado para este fin, el cual se mete en la barca, agarra con los dientes una de las tablillas, la entrega al brujo y repite la operación todas las veces que sea necesario. A los designados se les conceden tres días para despedirse de la familia y para suprimirse de la manera que les sea más agradable. Si después de tres días hay alguno que no ha tenido valor para suicidarse, es capturado por cuatro hombres elegidos entre los más robustos, encerrado en un saco de piel junto con algunas piedras, y arrojado al mar.

»Contada de este modo, la cosa parece sencilla y en cierto modo hasta lógica. Pero es preciso vivir allí, como hice yo durante algún tiempo, para tener una idea de lo espantoso de esa ley, y de todas las consecuencias trágicas que acarrea. Ante todo, la mujer que queda embarazada se encierra en su tienda y no se atreve a presentarse ante nadie. Es una enemiga, todos la odiarían. Cada muchacho que está a punto de nacer es una amenaza para los que ya han nacido, un peligro público. Y, sin embargo, la madre y el padre están tranquilos, aunque la suerte puede designar a uno de ellos -como ya ha ocurrido alguna vez-a desaparecer para hacer sitio al hijito. De aquí se deriva que las mujeres estériles son las más respetadas de todas y que los hombres no se deciden al matrimonio más que en último extremo.

»Además se halla bastante difundido en la isla el homicidio, porque los asesinos se proponen también procurar nivelar el número de los nacidos y sustraerse, al menos por cierto tiempo, a las terribles sorpresas de la muerte. En mis viajes no vi nunca nada tan lúgubre como esa asamblea en la que se debe proceder a la designación de los sacrificios al espectro de la carestía. Asistí a una de esas asambleas, y, aunque esté muy lejos de ser un sentimental, me ha dejado una sensación penosa. Algunos días antes hay quien intenta esconderse en las grutas de la isla con la esperanza de sustraerse al peligro. Pero la isla es pequeña y la vigilancia es una cosa que interesa a todos, pues las ausencias aumentan el peligro de los presentes. Algunos son arrastrados por la fuerza hasta la reunión, y allí vi cómo se debatían furiosamente para no entregar la tablilla con su nombre. Aquella vez los excedentes eran nueve únicamente y pude comprobar que ninguno de ellos aceptaba con resignación la sentencia de la suerte. Una mujer joven se agarraba desesperadamente a las rodillas del jefe pidiendo piedad. Tenía, según parece, un nene todavía muy pequeño y suplicaba sollozando que le permitiesen vivir un año más para no dejarle solo. Un hombre, ya anciano, declaró que se hallaba gravemente enfermo y que libertaría pronto a la tribu del peso de su existencia, pero pedía gracia de que le dejasen morir de muerte natural. Un joven clamaba a grandes voces que le dispensaran de la muerte inmediata, no por él, decía, sino porque era el único sostén de su madre anciana y de tres hermanitas que no se hallaban todavía en edad de trabajar. Dos padres lanzaban desesperados gritos porque entre los señalados por la suerte se hallaba el más pequeño y más bello de sus hijos. Una jovencita imploraba que esperasen al menos a que se hubiese casado; debía desposarse dentro de pocos días y no quería morir sin haber cumplido la promesa hecha solemnemente a su futuro esposo. Un viejecillo del Consejo buscaba salvarse proclamando que sólo él conocía ciertos secretos necesarios para la vida de la tribu y que si se le mataba moriría sin revelarlos a nadie para vengarse.

»Durante tres días no se oyeron en toda la isla más que gemidos y lamentos. Pero la ley es inexorable y no admite prórrogas ni dispensas. Sólo en un caso uno de los designados puede ser salvado: cuando otro acepta morir en su lugar. Pero según me dijeron, este caso no se presenta casi nunca. Al tercer día, siete condenados se habían dado ya muerte por sí mismos, en medio de los gritos de los parientes y de los amigos, y al cuarto día fueron arrojados dos sacos al mar, en presencia de todo el pueblo taciturno. Pero ocurrió entonces que los que habían escapado a la muerte comenzaron a tranquilizarse, las caras eran más serenas: un año de vida segura estaba ante ellos.

Pat Cairness me contó muchas otras historias, pero ésta fue la que más me impresionó por su singularidad.

sábado, 22 de agosto de 2009

Las obras maestras de la literatura (fragmento de un diario de Gog); Giovanni Papini


Cuba, 7 [de] noviembre

Tenía necesidad, para ciertos propósitos míos, de conocer lo que los profesores de los colléges llaman las «obras maestras de la literatura». Di a un laureado bibliotecario, que me aseguraron que era un conocedor perfecto de ellas, la orden de prepararme una lista, lo más restringida posible, de obras, y de procurármelas en las mejores condiciones. Apenas me hallé en posesión de estos tesoros, no permití la entrada a nadie, y ya no me levanté de la cama.

Las primeras se me antojaron malas y me pareció increíble que tales humbugs fuesen verdaderamente los productos de primera calidad del espíritu humano. Aquello que no comprendía me parecía inútil; lo que comprendía no me gustaba o me ofendía. Género absurdo, aburrido; tal vez insignificante o nauseabundo. Relatos que si eran verdaderos me parecían inverosímiles, y si inventados, insulsos. Escribí a un profesor célebre de la Universidad de W. para preguntarle si aquella lista estaba bien hecha. Me contestó que sí y me dio algunas indicaciones. Tuve valor para leer aquellos libros, todos, menos tres o cuatro que no pude soportar desde las primeras páginas.

Huestes de hombres, llamados héroes, que se despanzurraban durante diez años seguidos bajo las murallas de una pequeña ciudad, por culpa de una vieja seducida; el viaje de un vivo en el embudo de los muertos como pretexto para hablar mal de los muertos y de los vivos; un loco hético y un loco gordo que van por el mundo en busca de palizas; un guerrero que pierde la razón por una mujer y se divierte en desbarbar las encinas de las selvas; un villano cuyo padre ha sido asesinado y que, para vengarle, hace morir a una muchacha que le ama y a otros variados personajes; un diablo cojo que levanta los tejados de todas las casas para exhibir sus vergüenzas; las aventuras de un hombre de mediana estatura que hace el gigante entre los pigmeos y el enano entre los gigantes, siempre de un modo inoportuno y ridículo; la odisea de un idiota que a través de una serie de bufas desventuras sostiene que este mundo es el mejor de los mundos posibles; las peripecias de un profesor demoníaco servido por un demonio profesional; la aburrida historia de una adúltera provinciana que se fastidia y, al fin, se envenena; las salidas locuaces e incomprensibles de un profeta acompañado de un águila y de una serpiente; un joven pobre y febril que asesina a una vieja, y luego, imbécil, no sabe siquiera aprovecharse de la coartada y acaba cayendo en manos de la Policía.

Me pareció comprender, con mi cabeza virgen, que esa literatura tan alabada se hallaba apenas en la edad de la piedra, lo que me dejó desesperadamente desilusionado. Escribí a un especialista en poesía, el cual intentó confundirme diciéndome que aquellas obras valían por el estilo, la forma, el lenguaje, las imágenes y los pensamientos y que un espíritu educado podía experimentar con ellas grandísimas satisfacciones. Le contestó que, por mi parte, obligado a leer casi todos aquellos libros en traducciones, la forma importaba poco, y que el contenido me parecía, como es, anticuado, insensato, estúpido y extravagante. Gasté cien dólares* en esta consulta, sin ningún fruto.

Por fortuna conocí más tarde a algunos escritores jóvenes que confirmaron mi juicio sobre aquellas viejas obras y me hicieron leer sus libros, donde encontré, entre muchas cosas turbias, un alimento más adecuado a mis gustos. Me ha quedado, sin embargo, la duda de que la literatura sea tal vez incapaz de perfeccionamientos decisivos. Es muy probable que nadie, dentro de un siglo, se dedique a una industria tan atrasada y poco remuneradora.
(Es más ameno, sin considerar si más fiel al original no, el texto de la edición de Lectorum, 2007)
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*Nota del autor del blog: Por lo visto Papini no sabe cómo hablan los ricos. Nos encontramos con que aquél personaje que unas páginas atrás de esta misma obra nos había sido descrito como uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos, es decir del planeta (I. Cómo conocí a Gog) aparece aquí haciéndonos el curioso comentario de que la poco productiva consulta le costó cien dólares.