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sábado, 15 de noviembre de 2008

Variaciones sobre el Gattamelata, V (La canción de la hija de Gumba); Hugo Hiriart

V

Última variación. Un pequeño cuento:
LA CANCIÓN DE LA HIJA DE GUMBA

Cuentan que Benvenuto Cellini, después de cortarle la cabeza a algún atontado que cometió la impertinencia de cruzarse en su camino, alzó la testa todavía sangrante hasta la altura de sus ojos y la observó con cuidado; quería inmortalizar su espanto en el Perseo –otros insinúan que la cercenó sólo con este propósito de fidelidad artística; Cellini, todo mundo sabe, era un perfeccionista. La historia del prodigioso escultor Ryunosuke Gumba, llamado el Tamarindo, entraña el mismo desmesurado y cruento amor a las artes.

Se encontraba Gumba absorto en la contemplación de sus enorme estatua ecuestre que sería su obra maestra. Gumba lloró. Sabía que si esta última fundición no progresaba tendría que matarse. El hecho de su muerte carecía de importancia, pero ver su fama derrumbada, anticipar las risas ultrajantes de sus enemigos, era cosa que no podía resistir.

Desde el jardín de arena y piedras, la hermosa Bola, Luz de la luna reverberando en los pétalos de la hoja del durazno, hija del maestro Gumba, veía llorar al anciano. Una piedad insoportable hizo batir como tambor su corazón de doncella. Bola volvióse a casa. Se demoró en su purificación. Acicaló y perfumó su cuerpo intocado, rezó largamente en voz queda, y esperó a la noche. Brillaba la luna mudadiza cuando la muchacha caminó hacia los calderos de metal hirviente.

Obsesionado por la cera perdida de la estatua ecuestre, Gumba tardó en advertir la desaparición de su hija. Cuando libraron el monumento de la prisión del molde y la preciosa aleación relumbró, el Tamarindo supo que su hija ya no estaba con él. Entonces gritando de dolor se abrazó a las patas del caballo. Desde ese momento el prodigioso Gumba entró en la noche desesperada de su locura.

Sus enemigos aseguraron que él mismo arrastró a su hija sollozante hasta los horribles calderos y, para lograr la aleación perfecta que, como se sabe, precisa devorar una doncella, arrojó a la muchacha al metal líquido. Luego, arrepentido de su crimen, se volvió loco. No sabremos la verdad. Pero en las noches de luna, cualquiera puede oír a la estatua ecuestre cantar con dulce voz de doncella una melancólica, adolorida, tristísima canción. El espectáculo es aterrador.

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