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martes, 13 de enero de 2009

Ezra; Julián Herbert

Hoy vino a visitarme
el león del Barrio Latino.
Almorzamos salmón con galletitas
y miramos a través de la ventana
los pliegues de la sierra de Zapalinamé.

Le dije: "Soy
muy desgraciado. Amo a una esclava
que me frota la piel con aceites
mientras sueño con la alnura fría y tierna
de mi mujer"... Y él (rascándose
las cejas): Lo primero
era esto: seis siglos
que no habían sido empacados.
Se trataba de caminar con material
que no estaba en la Commedia.

En la cítara de arrugas de su rostro
desfilaban frases verdes,
rojizas y naranjas;
no sé si eran rumores melancólicos
o centellas de pájaros canoros
generadas adrede por un truco verbal.

"Maesto -le rogué-, dispensa estas aletas,
la vulgar vocación de caminar como un pingüino
por los pliegues de la referencia,
mi réprobo latín aprendido en Perales,
mi afectada manera de ver telenovelas."

Se limpió las migajas de la barba
y preguntó tu nombre.

"Anabel, respondí.
Anabel, Anabel, Anabel: it was many
and many a year ago
in a kingdom by the sea." Y los ojos
del anciano león fotografiado en blanco y negro
eran gemelas beatrices portinari
derramadas en mi piel
como un bálsamo chino fraudulento.

Pasaron horas. Secuencias de la luz. Hubo un instante
de bienestar cuando las sombras
descendieron sobre todas las formas,
velando su belleza.
Él encendió un candil y dijo: "su pelo
también cambiará de color".
Luego tomó sus libros, un último sorbo de café,
y me explicó que más que el oprobio de una amante
amaba las soleadas terrazas de Provenza.

Yo envidié la dulzura
de su senil sinceridad: primavera
tan lejana.

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